Por Crístian Ramón Verduc
19/05/2009

“El hombre nace y muere; a veces, sin vivir…” decía Pablo Raúl Trullenque en La Pucha con el Hombre. Desde hace mucho tiempo, desde distintas plumas y voces se elevan clamores para que nos reconciliemos con la vida. Son voces de gente que ha visto o vivido las tristes consecuencias de la ambición desmedida y del espíritu competitivo que nos aparta de nuestros hermanos.

Los ancianos de la familia, los poetas, los maestros, desde nuestra infancia y durante toda la vida, nos exhortan a tomar de la vida solamente lo necesario. Nos alertan contra los riesgos de los excesos y de los desvíos. El mandato de no hacer al prójimo lo que no queremos que nos hagan a nosotros mismos, es un reclamo que se da en todo el mundo desde hace siglos. Cada vez que decimos “ama súa, ama llulla, ama ckella”, estamos haciendo un pedido y un enunciado contra el robo, la mentira y la inacción.

Queremos vivir en paz. Cuanto más avanzamos en la vida o sentimos que descendemos hacia el punto final natural de la existencia, más procuramos esa pacificación, ese saldar las cuentas que debemos y perdonar u olvidar las que nos deben. Poco a poco nos damos cuenta de que hemos cosechado lo que hemos sembrado. Puede ser que uno tarde mucho, incluso hasta el último minuto de hálito vital, pero uno concluye en que ha cosechado según lo sembrado.

Los fuegos fatuos y los cantos de sirena de las ansias de poder, de tener o de aparecer quedan atrás. El corazón, el sentimiento, la sensación de estar solos o bien acompañados son las que pesan en el momento de la transición suprema del final.

Escribía el portugués Fernando Pessoa: “El poeta es un fingidor./ Finge tan completamente,/ que a veces finge que es dolor, /el dolor que de veras siente.” Los poetas, mediante el recitado, la prosa y el canto, nos piden con sus bellas composiciones que desistamos de lo que no precisamos, que demos a nuestros seres queridos lo mejor de nosotros. Nos piden que aprendamos a querer a todos los seres. Nos muestran su dolor, o el dolor ajeno, como prueba de los errores que debemos evitar.

Cancelar las deudas antes de la partida… tarea ardua y difícil. O fácil y leve, según la persona. Eso puede llegar a saberlo únicamente el que se considera deudor de la vida. Escuchamos reclamos contra la vida, contra la naturaleza o contra el Ser Supremo elegido por quien protesta. Escuchamos quejas contra la mala suerte, pero ¿serán verdaderos esos reclamos? ¿No será que ese pobre prójimo peleado con la vida está clamando por ayuda? No es fácil, pero deberíamos esforzarnos por ayudar, que es una forma de ayudarnos a nosotros mismos. Es posible que así logremos la ansiada paz, la paz interior.

“… pudiendo ser rico, preferí ser poeta… He sufrido, como todos, y he amado ¿Mucho? Lo suficiente para ser perdonado.” Juan Crisóstomo de Jesús Nervo, poeta mejicano conocido mundialmente como Amado Nervo, nos ha deslumbrado cuando estudiamos Literatura Americana en la escuela secundaria.

Vivió en México, Europa, en Buenos Aires y finalmente en Montevideo. Su vida, de un total de 48 años, estuvo signada por las dolorosas pérdidas, los vaivenes económicos, su gran sensibilidad y necesidad de amor. Brindó y recibió amor. Fue Amado, en vida y post mortem.

“No quiero gloria ni heredad ninguna. Yo lo que tengo, amigo, es un profundo deseo de dormir.”

Falleció el 24 de Mayo de 1.919 en Montevideo. Su cuerpo fue llevado en barco hasta México, donde recibió sepultura con todos los honores.

Entre sus poemas, el que se destaca para la mayoría de los lectores de la obra de Nervo, se titula En Paz:

“Muy cerca de mi ocaso/ yo te bendigo, vida/ por que nunca me diste/ ni esperanza fallida,/ ni trabajo injusto,/ ni pena inmerecida.”

Ojalá que, en el momento supremo de la partida, podamos decir, como Amado Nervo:

“Amé, fui amado, el sol acarició mi faz./ Vida, nada me debes./ Vida, estamos en paz.”

19 de Mayo de 2.009.

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