Por Crístian Ramón Verduc
30/10/2018
"¿Qué soñaba en mi infancia?"

Se preguntó el hombre mientras miraba los campos que se deslizaban a cierta distancia de la ventanilla del colectivo. El ómnibus marchaba velozmente entre una gran planicie. Hacia un lado de la ruta se veían campos verdes, con plantas de muy poca altura. Hacia el otro lado era también una maravilla: Un mar verde y amarillo de girasoles en flor. El viajero miraba los campos y pensaba: “Alguna vez, esta tierra ha sido selva, con todo tipo de vegetación y fauna. Seguramente aquí habrán cantado una enorme cantidad de pájaros y habrán sabido andar los mamíferos más bonitos. Ahora es toda una fábrica de alimentos y dinero. ¿Es todo ello un mal? Puede ser, o no…”

Y sumergido en sus cavilaciones, hizo un paralelo entre la vida de los bosques y de las selvas: “Así también habré sido en mi infancia: Lleno de trinos, bramidos y sonidos tintineantes, pero ya soñaba con ser algo más que todo eso. Hoy, la realidad nos muestra que del monte queda solamente el recuerdo y una que otra isleta de árboles, y del niño de otrora sólo quedan atisbos en la memoria y alguito en el modo de ser.”

El viajero se estiró en su cómodo asiento. En esos momentos en que uno no sabe si aún está pensando o si ya está soñando, se vio a sí mismo con cinco años de edad, jugando con sus amiguitos en el patio de la casa o en el cercano parque. El parque era toda una caja de sorpresas: Podrían encontrarse de pronto con una lagartija y correr detrás de ella, o podían descubrir un pájaro nunca antes visto. Una vez, mientras estaban en el parque, un avión pasó a baja altura y, como uno de sus mayores gustos era el de subir a una morera para mirar el mundo desde arriba, deseó ser aviador algún día, para llegar más alto aún.

Un día, el changuito vio una imagen extraña en una revista de las que tomaba para entretenerse deletreando; preguntó qué era esa persona, y le respondieron que era un “hombre rana” que estaba en el fondo del mar admirando a los peces, como si estuviese dentro de una pecera, una pecera de ésas que solían ver en una vidriera del centro de la ciudad. Desde entonces, el niñito también soñó con ser hombre rana y poder adentrarse en la vida marina.

Disfrutaba de ver a sus hermanos mayores tocando una vieja guitarra, con clavijas de madera incrustadas, como años después vería en el violín. En esa guitarra, lo único metálico eran las cuerdas; era una guitarra antigua pero de buen sonido, y sus hermanos rasgueaban ritmos indefinidos o punteaban trabajosamente canciones conocidas, mientras él procuraba acompañar golpeando en la mesa.

A veces por las noches, temprano aún pero en un horario en que los chicos no salían a la calle por el frío del invierno, escuchó que a poca distancia alguien cantaba, parecido a los cantores que se escuchaban por radio pero muy distinto y en un lenguaje que no se entendía. Sus hermanos le explicaron que era un vidalero quichuista que seguramente estaba en “el bodegón de la esquina”. Pasó un largo tiempo, posiblemente una semana, y mientras perseguía lagartijas con sus amigos en el parque, escuchó nuevamente un cantar y volvieron todos hacia el almacén de la esquina. Era un gran almacén, con mostrador de madera, que en un rincón tenía unas tres o cuatro mesas chicas rodeadas de sillas plegables, de madera.

El almacén de ramos generales era el lugar de reunión de quienes volvían del centro para dirigirse a sus respectivas casas, al otro lado del río. Temprano, poco después del amanecer, cruzaban el río en los botes de madera, caminaban el arenal poblado de sunchos, llegaban a la Costanera, cruzaban el parque en diagonal y seguían caminando hasta el centro para hacer trámites y compras; otros venían a trabajar para volver por la tarde.

Algunas mujeres llegaban cada una con tres canastos: Uno en cada brazo y otro en la cabeza, apoyado sobre el pashquil (rodete de lienzo). Estas mujeres de andar erguido y elegante, apenas sorteaban el parque comenzaban a visitar a sus clientes, a las que llamaban “marchanta” o “marchantita”, según el aprecio y la confianza. Las damas del otro lado del río traían sus canastos pletóricos de verduras recién cosechadas, huevos caseros y ocasionalmente un animalito sachero recién carneado.

Con el producto de su “negocio”, las huarmis (mujeres) compraban lo que precisaban en la casa y volvían directo hacia el lugar donde los botes cruzaban el río. En época de poco caudal, todos cruzaban “chimpando” (caminando por el cauce). En general, los hombres esperaban a sus parientes o amigos en el almacén, como quien comprar algo para llevar, comer queso, fiambre y beber algo. En esa espera abundaba la conversación en castellano y a veces en quichua. Eventualmente aparecía un cantor que alegraba la espera. Entre los cantores abundaban los vidaleros, que cantaban solos o a dúo, siempre acompañándose con caja únicamente. El chico que soñaba con cielos y profundidades acuáticas, quedó absorto viendo a un cantor de vidalas que con su caja cantaba penas de amor y alegrías del monte; por momentos cantaba en quichua y algunos de los presentes exclamaban su alegría en el mismo idioma. De regreso en la casa, dijo a sus mayores: “Cuando sea grande, voy a ser cantor de bodegón con caja.”

El changuito fue creciendo en edad y tamaño, sus sueños y aspiraciones fueron tomando otros rumbos; hubo momentos de su vida en que toda su aspiración se limitaba a poder alimentarse, o volver a su pago para sentirse vivo otra vez. Entre éxitos y resbalones, la vida lo fue amoldando; de pronto apareció la posibilidad de acceder a los soñados aviones y esa oportunidad fue bien aprovechada, durante años y en distintos cielos. También pudo sumergirse en aguas de ríos y mares. Mientras tanto, en las reuniones con amigos no faltaban las guitarreadas con canto criollo y lo que estuviese de moda.

Toda su vida había simulado tocar el bombo en una mesa o en su pecho. Ahora tenía la oportunidad de tocar un bombo de verdad y también de aprender la guitarra, entre tantos amigos generosos. En ese descubrirse poco a poco, vio que lo que su corazón sentía más era el canto nativo bilingüe (quichua y castellano) acompañándose con bombo; también comenzó a cantar vidalas con su propia caja.

El camino de la vida le presentó muchas bifurcaciones, y el resultado de los rumbos elegidos en cada bifurcación lo puso en ese ómnibus que marchaba entre campos coloridos. Lo habían llamado para que cante en otra provincia y hacia allí se dirigía con todas sus pertenencias: Un bolso con ropa, un bombo y una caja vidalera. Pensó en los años vividos, los logros y los renunciamientos, calculó qué cantaría primero en este nuevo destino, y se durmió sonriendo satisfecho.

30 de Octubre de 2.018.

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