Por Crístian Ramón Verduc
20/10/2015
“Pueblos enteros migraron/ y en su Diáspora encontraron..."

“Pueblos enteros migraron/ y en su Diáspora encontraron/ la cruz de los marginados,/ la impotencia y el baldón/ del rancho de lata y cartón/ y hasta el racismo entre hermanos.” Así es como en el carnavalito Los que no Hallan sus Raíces (música de Rodolfo Ladera), Pablo Raúl Trullenque describe la triste situación que suelen vivir los que se van de su pago a tentar suerte en las grandes ciudades.

Es lamentable, pero es parte de nuestra realidad, en la descripción de Trullenque, causada por la deforestación y el empobrecimiento del suelo. Posiblemente sea algo instintivo, pero el caso es que tenemos dificultades para tratar a la persona que sentimos diferente a nosotros. Si prestamos antención, podremos percibir cómo dispensamos poco trato igualitario, pues a algunas personas las elevamos y a otras las tratamos con aires de superioridad, como si quisiéramos dejarlas por el suelo.

Es un poco difícil la observación objetiva hacia nosotros mismos, por que en el fondo de nuestro corazón sentimos que la mejor persona es Ego (Yo). Nuestra tendencia natural es la de juzgarnos a nosotros mismos con mucha indulgencia y a los demás con exigencias. Esas exigencias serán mayores cuanto más lejanas sintamos a las personas que sometemos a juicio en nuestro pensamiento.

Un refrán español dice: “En los ojos de la amada, perlas son las legañas”, para recordarnos que no es fácil ser justos y objetivos en cualquier evaluación. Lo que en las personas “ajenas” vemos como defectos, en las personas queridas vemos como virtudes, o directamente no vemos. Así, vamos formando en nuestro interior una escala de valores en la que instalamos a los seres humanos que de algún modo conocemos.

Esa escala de valores podría ser representada como una serie de círculos concéntricos alrededor de nuestro ser. Cuando debemos evaluar una acción efectuada o por suceder, primero nos preguntamos, consciente o inconscientemente, cuál de esos círculos ocupa quien hizo tal o cual cosa o va a sentir los efectos de la acción. Es decir que no valoramos los hechos en sí, sino que les adjudicamos una importancìa según las consecuencias sobre nuestros muy queridos o sobre nuestros poco apreciados.

Todo esto puede ser comprobado con sólo observarnos a nosotros mismos en distintas situaciones. En esta observación podemos ser sinceros, pues en este caso no tenemos que rendir cuentas a nadie. Entonces, observando lo que hacemos, descubriremos si brindamos al prójimo el trato igualitario que quisiéramos recibir.

Puede ser atávico, como también puede ser cultural, pero hasta los más declamados demócratas tenemos inclinaciones monárquicas o esclavistas. Cuando no nos ponemos en el papel de reyezuelos o tiranos, nos ponemos en el papel de amos, por un lado; en otras situaciones, nos colocamos en el papel de plebeyos sirvientes o esclavos.

En el primer caso obramos así por intolerancia, soberbia, pedantería o falta de autoconfianza, y en el segundo caso demostramos que somos capaces de ponernos a los pies del otro, ya sea por amor mal entendido o por aspiraciones ascensionistas, fogoneadas éstas con el criterio perverso de que el adulador debe recibir más reconocimiento que el sincero. Mal que nos pese, hay una tendencia entre muchos de nosotros, que nos lleva a tratar como superiores a quienes lucen un aspecto cuidado, de persona próspera, especialmente si su aspecto físico responde al típico europeo.

Si esa persona, además, se muestra segura y aplomada, inmediatamente es ubicada en un pedestal. Si es alguien que se presenta con humildad, con un trato sencillo, sin alardes, puede ser tratado con simpatía pero ubicándolo en una posición inferior en la escala de valores que, inconscientemente, vamos formando en nuestro interior. Si la persona que acabamos de conocer tiene aspecto de alguien con escasos recursos materiales, baja aún más en la escala de valores.

Si además, su aspecto es el de un “indio” o mestizo, o si procede de una provincia o país que consideramos inferior a nuestro lugar de residencia, es muy probable que ni siquiera nos tomemos el trabajo de aprender su nombre, pues llamaremos a esa persona según su lugar de origen o su aspecto físico. En algunos casos, no recordaremos bien de dónde viene ese prójimo, intencionalmente o por falta de interés. Un poco en broma y un poco en serio, algunas personas suelen dar a entender que quienes son forasteros ni siquiera son gente. Esto suele ocurrir generalmente en los grandes centros urbanos, donde los recién llegados son tomados por arrebatadores de puestos de trabajo.

Claro que si el recién llegado parece ser “superior”, el trato será totalmente distinto: el que se dispensa a un salvador venido de tierras lejanas, un conquistador de corazones, mentes y bienes. Habitualmente queremos imitar a los que consideramos nuestros superiores. Ello puede verse en la obediencia general a las modas dictadas desde los poderosos medios de difusión, por boca de los admirados personajes que tales medios nos imponen. Desde nuestra lucha cotidiana por el quichua, debemos observar estas conductas en el prójimo y en nosotros mismos, pues para solucionar un problema se deben determinar las causas del mismo.

Para la actual forma de pensar y sentir en nuestra sociedad en general, los idiomas europeos son los idiomas a aprender, ya sea por aspiraciones materiales o por simple banalidad. Por otra parte, los idiomas de los pueblos originarios, “lo que hablan los indios”, son poco apreciados para el aprendizaje, a tal punto de que en nuestra provincia hay una gran cantidad de gente que no sabe ni quiere saber el quichua, por ejemplo.

Si queremos pruebas materiales, podemos ver carteles de particulares o de organismos oficiales escritos supuestamente en quichua, con poco o ningún cuidado por las palabras utilizadas. De unas décadas a nuestros días, hay una ola de valoración de los pueblos originarios y sus idiomas, al menos en cuanto a papeles, publicaciones, actos, congresos, cursos y fiestas varias. En los hechos, en lo concreto, el quichua sigue en retroceso, pues cada vez hay menos hablantes.

Por otra parte, el castellano, el que en nuestra región es compañero cotidiano del quichua, está cada vez más penetrado por idiomas ajenos a nuestra cultura criolla. Como pueblo criollo y como verdaderos hijos amantes de nuestra tierra, debemos asumir que nuestro principal idioma a salvar y preservar es el quichua, que está en situación de emergencia; en un muy cercano segundo lugar, debemos preocuparnos por el castellano y ocuparnos de él como lengua general de nuestro continente. En el castellano debemos respetar y comprender los regionalismos, al igual que en el quichua.

En cuanto al quichua, es muy bueno que sea objeto de estudio en los grandes claustros, pero lo necesario para que la lengua esté viva, es que sea hablada. Vamos a promover el habla del quichua de la mejor manera posible, procurando aunque sea poco a poco revertir el proceso con que el mal entendido modernismo hace estragos en los idiomas originarios. Dejemos de discriminar a nuestro hermano y al idioma de nuestros mayores. Entendamos que así, estamos ganando un trato similar para con nosotros.

20 de Octubre de 2.015.

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