Por Crístian Ramón Verduc
11/01/2022
"Todo lo que va, vuelve"

Suelen decir nuestros mayores, como una advertencia para obrar bien, evitando cometer maldades. Una advertencia similar es la que dice: “El que siembra, cosecha”. 

No siempre quien siembra en un campo obtendrá una cosecha, pues hay muchos factores que se deben sortear para llegar a la ansiada buena cosecha. Para no abundar en ejemplos, las heladas tardías suelen arruinar grandes proyectos agrícolas, también las lluvias estivales excesivas o una plaga inesperada. La persona que ha sembrado y ha trabajado en su obra, tiene grandes posibilidades de llegar a la cosecha; no es una certeza, pero sí es muy probable la coronación del esfuerzo. Lo que es una certeza lógica es que quien no siembra no va a cosechar. 

Tales afirmaciones respecto a las cosechas se hacen en sentido figurado y son aplicables para distintas decisiones que tomamos en la vida. Por poner un ejemplo simple: Si un estudiante no se preparó bien para un examen, no puede pretender que va a andar bien y que va recibir una buena calificación. Si un deportista no entrenó a conciencia, no puede pensar que su rendimiento será mejor que el de quienes se prepararon. Si un artista no ensayó lo que va a hacer ante el público, es muy posible que su actuación tenga poco lucimiento. 

“El que siembra, cosecha”. Muchas afirmaciones que toman la forma de reglas o leyes, formales o no, tienen sus esperables excepciones. Hay artistas o deportistas que logran ciertos resultados sin haber trabajado mucho en su preparación, pues tienen un talento especial que los pone en ventaja respecto a la mayoría. En el arte escénico, hay quienes se apoyan en el desenfado para superar la escasez de condiciones artísticas naturales y de preparación. 
Hay carreras profesionales en las que la persona debe comenzar “desde abajo”, con aprendizajes y estudio para capacitarse y así acceder a puestos encumbrados donde tomará decisiones importantes. En los grupos no muy numerosos que están dedicados a una tarea específica, generalmente se distinguen pronto las personas que están mejor dotadas para cada función, como si de navegar un barco se trataría. 

En un barco para muchas personas o mucha carga, los remeros u operarios de la sala de máquinas serán quienes pongan mucho esfuerzo físico y tomen pocas decisiones. Habrá un jefe de máquinas o de remeros que decidirá cuándo y cómo aumentar o disminuir el ritmo de marcha. Ese jefe, seguramente antes fue peón, por eso conoce las posibilidades y limitaciones del personal a su mando y la respuesta del barco a las distintas maniobras. 

Los operadores de comunicaciones son personas que se han preparado debidamente para la tarea de enviar y recibir información que es muy necesaria para un viaje seguro. Los timoneles serán personas que también han tenido que prepararse durante un tiempo para tomar decisiones en caso de apuro, pues al estar al timón de una nave deben conocer muy bien la reacción de la misma ante cada movimiento de timón y su relación con la potencia de las máquinas. 

Un puesto deseado por muchos y alcanzado por pocos es el de comandante de la embarcación o, como se dice habitualmente, capitán del barco. Para tener el mando sobre un navío con mucha gente trabajando en él hace falta, básicamente, lo que se espera de toda la tripulación: Responsabilidad y laboriosidad. Además, el comandante debe conocer todo el barco y todas las tareas que deben hacerse en el mismo; es muy posible que haya pasado un buen periodo en todas o al menos en varias de ellas. Un buen capitán va a lograr que cada tripulante dé lo mejor de sí en cada acción, sin caer en excesos contraproducentes. 

Toda la tripulación de un barco es responsable por su buena navegación y por el logro del objetivo, que es llegar con seguridad al puerto de destino. En general, cada persona recibe una retribución acorde con el grado de responsabilidad que se le asigna. La persona mejor pagada en un barco es quien asume la responsabilidad por todo lo que ocurre en el navío, pues directa o indirectamente debe controlar el desempeño de todo el personal, el funcionamiento de toda la nave y la marcha en el rumbo correcto. 

El acceso a los tan deseados puestos encumbrados otorga una cuota de reconocimiento social y, según de qué se trate, también una buena remuneración económica, pero también exige una capacidad y dedicación especiales. Cuando uno se inicia en una actividad, desea cuanto antes llegar a la cumbre de lo que se pueda lograr en la misma, pero es poco menos que inevitable el tener que ir superando etapas hasta llegar a la cúspide y, en cada etapa, uno va fortaleciéndose en cuanto a capacitación y experiencia para poder afrontar las exigencias de un puesto de gran responsabilidad. 

En la vida “normal”, quien cosecha es quien ha sembrado y, cuando se requiere la realización de una tarea delicada, se busca a la persona capacitada para ello. No sirve que nos envíen a un hijo o a un protegido del experto. Si no es para un experimento reproductivo o cosa parecida, el parentesco no sirve. Un familiar directo del cirujano va a operarnos bien únicamente si también es un buen cirujano. De nada sirve el parentesco.  

En los sistemas monárquicos, un hijo del mandamás puede recibir la corona, el trono y el poder sobre su pueblo sin haberse esforzado para ello; es suficiente el ser hijo de alguien que se apropió de lo que no le pertenece. Esto no ocurre en los sistemas donde hay una cultura de trabajo y justicia. Como la gran comunidad que somos, embarcados en la misma nave, no debemos permitir que los puestos sean ocupados por personas sin capacitación; así, evitaremos el naufragio y podremos tomar rumbo hacia un buen puerto. 

Si tomamos malas decisiones, vendrán hacia nosotros malos resultados. El que siembra tiene derecho a cosechar. Colectar sin haber sembrado no es cosecha, es apropiación indebida, es robo. 

11 de Enero de 2.022.
 

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